Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 7 de noviembre de 2017

Mis relaciones con la Iglesia


En la fiesta del beato Francisco Palau y Quer, carmelita descalzo, les ofrezco algunos pensamientos tomados de las primeras páginas de su obra más conocida: "Mis relaciones con la Iglesia",  que es el escrito más original y representativo de Francisco Palau. No es un libro normal y corriente. En sus páginas, por medio de imágenes y símbolos, el autor desvela los repliegues más íntimos de su espíritu enamorado de la Iglesia, que es "la unión de Dios y los prójimos".

Lo significado por estos nombres: amores, amante, amado, matrimonio, desposorios, esposo, esposa, paternidad, maternidad, familia, filiación, parece que no tienen objeto ni realidad fuera de lo material y carnal. Si así fuera, si los referidos nombres fueran sinónimos, ¡qué desgraciado sería yo!, que desde niño me siento poseído y dominado por una pasión que se llama amor.

Dios escribió con su propio dedo en las tablas de mi corazón esta ley: Amarás con todas tus fuerzas... [Dt 6,5; Mt 22,37]. Y esta voz eficaz creó en él una pasión inmensa, la que se hizo sentir desde mi infancia y se desarrolló en mi juventud. 


Yo, joven, amaba con todas mis fuerzas, porque la ley de la naturaleza me impulsaba con ímpetu irresistible. ¿Qué amaba yo? ¿Quién era la cosa amada?

Separado del mundo, retirado en el convento, pregunté por la cosa amada, la busqué. ¡La buscaba en las austeridades de la vida religiosa, en el ayuno, en el silencio, en la pobreza; la busqué y la encontré...!

¡Vi a mi amada y me uní con ella en fe, en esperanza y amor! Su presencia satisfizo mi pasión y con ella yo era feliz, su belleza me bastaba. 

Dios y el prójimo, o sea, la Iglesia católica se me apareció tan bella como una divinidad. Iba cubierta bajo el velo del misterio y sólo se dejaba mirar entre las obscuridades de la noche, pero no eran tan espesas que no se distinguieran las infinitas perfecciones que la embellecían y que la presentaban infinitamente amable. Con ella encontré mi dicha y felicidad; yo era feliz.

Era yo joven de veintitrés años. Vino la Revolución de 1835; encendió mi claustro, y eran tan vivos mis deseos de ver a mi Amada sin velos y cara a cara, que no cuidé salir de entre las llamas. Vino mi Amada, me tendió su mano y salí ileso de debajo las ruinas de mi convento.

Derruido mi convento, incendiado mi claustro, mi Amada tomó las alas de un águila; voló, elevóse sobre el mundo y cuanto el siglo posee, y fue a reposar en desiertos y sitios solitarios. Yo la seguí...

¡Iglesia santa! Veinte años hacía que te buscaba: te miraba y no te conocía, porque tú te ocultabas bajo las sombras obscuras del enigma, de los tropos, de las metáforas y no podía yo verte sino bajo las especies de un ser para mí incomprensible; así te miraba y así te amaba. Eres tú, ¡oh Iglesia santa, mi cosa amada! ¡Eres tú el objeto único de mis amores! ¡Ah! puesto que tantos años hacía que yo penaba por ti, ¿por qué te cubrías y escondías a mi vista?

¡Oh, qué dicha la mía! Te he ya encontrado. Te amo, tú lo sabes: mi vida es lo menos que puedo ofrecerte en correspondencia a tu amor. La pasión del amor que me devora hallará en ti su pábulo, porque eres tan bella como Dios, eres infinitamente amable. 

Mi corazón fue creado para amarte, ahí le tienes, tuyo es, te ama. Yo te amo y tú sabes corresponder a mi amor: yo sé que me amas con amor puro y leal, firme e invariable. Yo ya no soy cosa mía, sino propiedad tuya; porque te amo, dispón de mi vida, de mi salud y reposo y de cuanto soy y tengo.

Recibe, amada mía, mis promesas: acepta mi profesión de fidelidad, de amor y lealtad...

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