Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

domingo, 2 de abril de 2017

Lázaro, sal fuera


A los candidatos al bautismo, la liturgia ha presentado a Jesús como aquel que puede saciar su sed (domingo de la samaritana) e iluminar su ceguera (domingo del ciego de nacimiento). Hoy les anuncia que puede darles vida en plenitud. De hecho, los Santos Padres también llamaban al bautismo «palingénesis» (‘regeneración’), haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, que invita a nacer de nuevo (cf. Jn 3,3).

San Pablo dice que renacemos en el bautismo, que es participación en la muerte y resurrección de Cristo (cf. Rom 6,3ss., epístola de la Vigilia pascual). Por eso, el catecúmeno tenía que despojarse de todo lo viejo y entrar desnudo en el agua, como si descendiera al sepulcro. Allí recibía el bautismo y, al salir, era revestido con una túnica nueva, para indicar la nueva vida que había recibido. Muertos al pecado y resucitados con Cristo, los cristianos están llamados a vivir en novedad de vida (cf. Rom 6,4).

Cuatro días después de la muerte de Lázaro, Jesús se dirige a Betania. Al llegar, Marta confesó que el cadáver «ya olía» a putrefacción. Se estableció un diálogo que terminó con la afirmación del maestro: «Yo soy la resurrección y la vida». Más tarde, Jesús dijo con autoridad al difunto: «¡Sal fuera!». El amigo lo hizo, envuelto en las vendas y el sudario. 

Ante este signo, el último antes del definitivo –que será su propia resurrección– «muchos creyeron en él». Se produce el mismo proceso que en el relato del ciego de nacimiento: los que acogen con fe las palabras de Jesús pueden interpretar correctamente el signo; los que las desprecian se endurecen en su rechazo. De hecho, sus enemigos, «desde ese día, decidieron darle muerte» (Jn 11,53). 

Él lo sabe, pero no huye porque, finalmente, «ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12,23). La hora de su glorificación coincide con la de su muerte y sepultura. Solo así se realizará el plan divino de la salvación, al que él se somete. Al resucitar a Lázaro antes de su pasión, Jesús enseña que tiene poder sobre la muerte. También anuncia que no le quitan la vida, sino que él mismo la entrega voluntariamente.

En Lázaro se manifiesta el destino último con el que cada hombre tiene que enfrentarse: la propia muerte y la de los seres queridos. En Marta lloran todos los que han sufrido una separación dolorosa, cuando las palabras no sirven para expresar los sentimientos. Quizás se podría haber hecho algo por salvarlos, pero ya no se puede. Solo queda llorar. 

La salvación de Jesús, para ser completa, tiene que ofrecer respuesta al enigma último de la existencia humana. Jesús anuncia la resurrección. La de Lázaro es solo una promesa. 

San Juan pone cuidado en indicar que salió del sepulcro «con las manos y los pies atados por las vendas y la cara envuelta en un sudario». Lázaro ha recuperado la vida que tenía antes de morir, pero conserva la condición mortal. Tendrá que volver a pasar por la muerte. Las vendas y el sudario lo recuerdan. 

El mismo evangelista hará referencia a que las vendas y el sudario de Jesús quedaron abandonadas (Jn 20,7), ya que su resurrección sí es definitiva. No recupera la vida de antes, sino que le introduce en la vida plena, en la que «ya no habrá muerte, ni llanto, ni dolor» (Ap 31,4).

Pero nuestra esperanza en la vida eterna no es únicamente para después de la muerte. Jesús quiere hacernos partícipes ya, en esta vida mortal, de la vida eterna. De manera parcial, según nuestras capacidades, pero real. No tenemos que esperar a morir para empezar a gozar del perdón de Dios y de la intimidad con él. Los que creen no morirán para siempre, ya que – de alguna manera – ya han entrado en la vida.

Jesús no solo llora por su amigo Lázaro. Los Santos Padres interpretaron que llora por Adán, al ver los resultados del pecado. En la mañana de la creación, Dios le advirtió: «Si te apartas de mí, morirás» (cf. Gén 2,17). Ahora que su advertencia se ha cumplido, la humanidad huele a putrefacta y yace en el sepulcro, aplastada por una pesada losa que no puede mover, incapacitada para entablar relaciones con el Dios de la vida. 

Lázaro no es solo el hombre sediento e incapacitado para saciar su sed (como la samaritana) ni el que no puede ver a Dios en su vida (como el ciego de nacimiento). No es solo el leproso que Jesús encontró por los caminos. Es el desposeído de todo, de la vida mortal y de la eterna. Es la descendencia de Adán, atrapada en el reino de la corrupción y sin esperanzas humanas de salvación. Ante las consecuencias del pecado, Jesús llora conmovido. 

La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, también llora por los hombres que yacen en el sepulcro. Muchos no llevan muertos cuatro días, sino meses y años. Y lo peor es que no son conscientes. 

Como hizo Jesús, grita a los humanos para que abandonen sus pecados, para que salgan de sus sepulcros. A quienes la escuchan, aunque estén atados por las vendas de sus faltas, los desata para que puedan andar, ofreciéndoles el perdón. Entonces desaparece el hedor de la muerte (2Cor 2,16) y pueden expandir por el mundo el buen olor de Cristo (2Cor 2,15). 

Los que se preparan para recibir el bautismo celebran el tercer escrutinio. Después de la homilía y de las súplicas por los elegidos, el celebrante ora con textos inspirados en el evangelio del día, llamando a Dios: «Padre de la vida eterna, que no eres Dios de muertos, sino de vivos, y que enviaste a tu Hijo como mensajero de la vida para arrancar a los hombres del reino de la muerte y conducirlos a la resurrección». Después de la imposición de manos, continúa: «Señor Jesús, que, resucitando a Lázaro de la muerte, significaste que venías para que los hombres tuvieran vida abundante, libra de la muerte a estos que anhelan la vida de tus sacramentos». Como las semanas anteriores, una vez que los catecúmenos abandonan el templo, los demás continúan con el ofertorio de la misa.

Esta semana tiene lugar la «entrega» de la oración del Señor. Después de la homilía, en la que el celebrante explica el significado del Padre Nuestro, se ora sobre los elegidos «para que Dios les ilumine interiormente, les abra con amor las puertas de la Iglesia, y así encuentren en el bautismo el perdón de sus pecados y la incorporación plena a Cristo».

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