Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 10 de julio de 2015

los desiertos de Israel


En hebreo, «palabra» se dice «dabar» y «desierto» se dice «midbar»«Mi» es un privativo, por lo que el término «mi-dbar» equivale a «sin-palabras», «lugar de silencio», porque no está habitado por los hombres.

El desierto es, pues, lugar de silencio y de soledad, que nos permite alejarnos de las ocupaciones cotidianas para encontrarnos con Dios. Por eso, Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16). 

Para Israel es un lugar rico de evocaciones, que hace presente toda su historia: Abrahán y los patriarcas fueron pastores trashumantes por el desierto. Moisés se preparó en el desierto para su misión y regresó para realizarla. Allí se manifestó el poder y la misericordia de Dios, así como la tentación y el pecado del pueblo. David cuidaba sus rebaños en el desierto y allí se refugió cuando lo perseguía Saúl. Durante el Exilio, los profetas anuncian «una calzada en el desierto» (cf. Is 40,3) para que se repitan los prodigios del Éxodo… 

Además de las referencias bíblicas, no podemos olvidar las connotaciones que el desierto ha adquirido en nuestra cultura como imagen del sufrimiento físico y moral. Hoy se usa la imagen del desierto para hablar de la pobreza, del hambre, del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. En esas realidades Dios se hace presente de una manera misteriosa.

Israel caminó por el desierto durante 40 años, guiado por Moisés (Dt 29,4). Recordemos que, en la antigüedad, morían muchos niños y los adultos vivían unos 40 años. Los que superaban esa edad eran una minoría. Por eso, 40 años era el símbolo de una generación, de una vida, de un tiempo suficientemente largo para realizar algo importante. Moisés, por ejemplo, murió a los 120 años (Dt 34,7). San Esteban divide su vida en tres etapas de 40 cada una: el tiempo que pasó en Egipto, adorando a los dioses falsos, el tiempo que pasó en el desierto, purificándose, y el tiempo que vivió al servicio de Dios y de su pueblo (Hch 7,20-40). Es como si hubiera vivido tres «vidas». 

Ninguno de los que salieron de Egipto (la tierra de la idolatría) entró en la Tierra Prometida, solo sus descendientes. Así, el desierto se convirtió en imagen de la vida de todos los que estamos en camino, en medio de las dificultades y tentaciones, hacia el descanso definitivo.










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