Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 27 de mayo de 2021

El misterio de Dios, ¿de qué hablamos cuando decimos «Dios»?


El domingo próximo celebraremos la fiesta de la Santísima Trinidad, si Dios quiere. Para prepararnos a la fiesta, les propongo una reflexión aclarando de qué hablamos cuando decimos «Dios».

Muchas cosas se han hecho y se siguen haciendo «en el nombre de Dios»:

Por un lado vemos que hay personas que abandonan sus hogares para irse a servir a los más pobres en el nombre de Dios; algunos no se casan, abandonan los bienes materiales, ayunan y se levantan de madrugada para orar en el nombre de Dios; otros se consagran al servicio de las mujeres más desfavorecidas, para hacerlas descubrir su dignidad, en el nombre de Dios.

Pero también es verdad que en el nombre de Dios se cometen abusos y se hacen guerras, que hay quienes se mantienen en el poder y oprimen al pueblo en el nombre de Dios, que algunos no permiten estudiar a las mujeres y les practican la ablación del clítoris en el nombre de Dios.

Lo que está claro es que los seres humanos que hacen esas cosas están influenciados por distintas maneras de entender a Dios.

En estos años el fundamentalismo religioso nos está haciendo ver lo que significa tener una idea deformada de Dios, lo que la Biblia llama "tomar el nombre de Dios en vano", para justificar opciones equivocadas echando la culpa a Dios.

Por eso, lo primero que tenemos que hacer es aclarar de qué (o mejor de Quién) hablamos cuando usamos la palabra «Dios», ya que no significa lo mismo para un terrorista islámico que para una misionera de la caridad.

La filosofía habla de Dios en el tratado de teodicea, como de un ser omnipotente, omnisciente, impasible, inmutable, feliz en la contemplación de sus perfecciones, motor inmóvil, causa increada, principio sin principio...

Las distintas religiones también hablan de Dios, de los dioses o de lo divino, como de aquel ser o aquellos seres que gobiernan el universo, las estaciones, la vida sobre la tierra, que justifican o mantienen el orden establecido o que remedian las necesidades de los hombres.

Pero no deberíamos olvidar que «a Dios nadie le ha visto nunca» (Jn 1,18). San Juan de la Cruz afirma que «así como nuestros ojos pueden ver los objetos iluminados por la luz, pero no pueden mirar directamente al sol, porque el exceso de luz los quemaría, así nuestro entendimiento puede comprender las obras de Dios, pero no a Dios mismo, porque supera nuestras capacidades».

La Biblia enseña que Dios ha tenido una paciencia infinita con los hombres, porque los ama como un padre a sus hijos. Ya antiguamente se manifestó de formas muy variadas a aquellas personas de buena voluntad que buscaron sinceramente su rostro y, de manera parcial, se fue revelando. Esto era una preparación para su manifestación definitiva. Finalmente, en Cristo se dio del todo, de manera directa, sin intermediarios: «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres en el pasado, por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos finales nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2).

La filosofía y las religiones representan el movimiento «ascendente» de la humanidad hacia Dios. Desde el principio de su historia, los seres humanos sienten la necesidad de Dios en lo más profundo de su ser y hacen lo posible por conocerle y agradarle, escribiendo tratados y buscando definiciones que descifren su misterio. Esfuerzo que surge de una necesidad interior escrita en nuestro corazón por Dios mismo, ya que fuimos creados para la comunión con él. Pero esfuerzo estéril, al fin y al cabo, porque Dios siempre supera todo lo que podemos pensar o comprender. Todas nuestras torres de Babel están condenadas al fracaso, porque el cielo queda siempre más allá de nuestras capacidades.

El cristianismo, sin embargo, representa un movimiento «descendente» de Dios hacia los hombres. En Jesucristo ha terminado la búsqueda de la humanidad, porque es Dios mismo el que nos ha buscado a nosotros: «A Dios nadie lo ha visto nunca. El Hijo Único de Dios, que es Dios y está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). El verdadero rostro de Dios solo lo podemos conocer mirando a Jesucristo: «Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9).

En Jesucristo descubrimos un misterio que sobrepasa todas nuestras esperanzas e imaginaciones: Dios no es un ser solitario, que vive aburrido en su lejano cielo, sino que es Trinidad, Comunión, Acogida, Donación, Encuentro, Familia.

El Padre da su Vida, su Ser y su Amor a su Hijo.

El Hijo es igual que su Padre y le devuelve todo lo que de él recibe: su Vida, su Ser, su Amor.

El Espíritu Santo es el Ser, la Vida y el Amor del Padre hacia el Hijo y del Hijo hacia el Padre.

Todo ser humano y toda familia deberían tener por modelo a Dios mismo. En él la entrega, el amor, el vivir el uno para el otro, es lo único importante.

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