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sábado, 23 de marzo de 2024

Jesús entra en Jerusalén. Reflexión bíblica sobre el Domingo de Ramos


Mientras Jesús y sus discípulos se dirigían a Jerusalén, en Jericó –última etapa antes de llegar a la ciudad santa– tuvo lugar un acontecimiento que ya anunciaba lo que iba a suceder. El ciego Bartimeo, al oír que pasaba Jesús, comenzó a gritar: «Hijo de David, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Se establece un diálogo con Jesús, que realiza el milagro. Una vez recuperada la vista, «le siguió por el camino» (Mc 10,52) hacia Jerusalén.

Jesús es el mesías rey

Al entrar en la ciudad, los que lo acompañaban hicieron como el ciego: aclamaron a Jesús con el título mesiánico «Hijo de David». También agitaron ramos y extendieron sus mantos a su paso, gestos que se realizaban cuando los reyes de Israel eran entronizados (cf. 2Re 9,13).

Mateo habla de «la multitud» y de «toda la ciudad» (Mt 21,8.10). Sin embargo, entre las muchedumbres que llegaban de varios sitios, posiblemente la entrada de Jesús pasó desapercibida para la mayoría, solo el grupo de sus acompañantes y algunos más lo acogieron con entusiasmo. De hecho Lucas habla de «la multitud de los discípulos» (Lc 19,37). Marcos es aún más discreto y habla de «muchos» que iban delante y detrás (Mc 11,8).

El significado del gesto solo fue comprendido después de la resurrección, tal como recuerda Juan: «Estas cosas no las comprendieron sus discípulos al principio, pero cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que esto estaba escrito acerca de él y que así lo habían hecho para con él» (Jn 12,16). A la luz de la resurrección repensaron la vida de Jesús y comprendieron lo sucedido de una manera nueva, dejándose iluminar por los textos del Antiguo Testamento. ¿Qué es lo que entendieron?, ¿qué interpretación dieron a este acontecimiento?

En la entrada de Jesús en Jerusalén vieron su manifestación como el mesías enviado por Dios. En otros momentos él no había aceptado este título, para que nadie pensara que venía a reinstaurar el reino de David y a luchar contra los romanos. De hecho, cuando quisieron nombrarle rey, después de la multiplicación de los panes, no lo aceptó (cf. Jn 6,15). Pero en esos momentos finales de su vida no le importó manifestarse como lo que era y admitió las aclamaciones del pueblo: «Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David» (Mc 11,10). Por eso, cuando las autoridades se enfadaron porque los niños aclamaron: «¡Hosanna al hijo de David!», él los defendió (cf. Mt 21,15-16). Lucas dice que los que protestaron solo fueron «algunos fariseos de entre la gente» (Lc 19,39).

Sin embargo, con sus actitudes y con su predicación, Jesús explicó qué tipo de reinado era el suyo: no entró en la ciudad sobre un carro de combate, aclamado por soldados armados. Por el contrario, entró montado en un asnillo, aclamado por los niños, que menearon ramos de olivo y palmas. El animal podría hacer referencia al rey David y a la unción real de su hijo Salomón, que entró en un asno en la ciudad para tomar posesión de la misma. Aunque también conviene recordar que ese era el animal que usaba la gente sencilla en sus trabajos y en sus desplazamientos.

Jesús es el siervo de Yahvé

Así parecen interpretarlo los evangelistas, que citan el cumplimiento de una profecía mesiánica. En efecto, el profeta Zacarías anunció que el rey de Jerusalén lo terminaría siendo de toda la tierra, pero no por la fuerza, sino de otra manera:

«Se acerca tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un borriquillo. Destruirá los carros de guerra de Efraín y los caballos de Jerusalén. Quebrará el arco de guerra y proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar, desde el Éufrates hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10).

Es decir, será un rey de paz (destruirá los carros de guerra), universal (gobernará de mar a mar) y humilde entre los pobres (cabalga sobre un burro y no sobre un caballo).

Con su entrada pública en la ciudad santa, Jesús manifiesta que no le quitan la vida; es él quien la entrega. Sabe que sus enemigos le buscan para acabar con él (cf. Jn 11,57), pero no huye ni entra a escondidas, porque es consciente de que ha llegado su «hora». Desde tiempo atrás, había manifestado en distintas ocasiones que quería subir a Jerusalén para dar cumplimiento a su misión. Era consciente de que allí matan a los profetas y de que su destino no iba a ser distinto del de los que le precedieron en el anuncio de la Palabra de Dios.

San Lucas ve en la entrada de Jesús en Jerusalén la realización de lo que anunciaron los ángeles en el momento de su nacimiento. Por eso, «los discípulos en masa y alegres se pusieron a alabar en voz alta a Dios por todos los milagros que habían presenciado. Y decían: Bendito sea el rey que viene en nombre del Señor. Paz en el cielo, gloria al Altísimo» (Lc 19,37-38). Aparentemente, todo se encamina hacia un final trágico, pero –más allá de las apariencias– se está realizando el plan de salvación proyectado desde antiguo.

Texto tomado de mi libro "La Semana Santa según la Biblia", editorial Monte Carmelo, Burgos 2017, ISBN: 978-84-8353-819-7, páginas 89-92.

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