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jueves, 22 de febrero de 2024

Segundo domingo de Cuaresma: la transfiguración


Al domingo de las tentaciones (primero de Cuaresma) sigue el de la transfiguración (segundo de Cuaresma). Esto recuerda a los catecúmenos que, si perseveran, podrán contemplar el rostro glorioso de Cristo, tal como pide la colecta del día. 

Benedicto XVI ve en ello un anticipo del misterio pascual y la clave de la liturgia cuaresmal: «La lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la resurrección […]  De este modo, podríamos decir que estos dos domingos son como dos pilares sobre los que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua; más aún, toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida».

El mesías sufriente

La transfiguración tiene lugar después de la confesión de Pedro en Cesarea («Tú eres el mesías», Mc 8,29) y del primer anuncio de la pasión («Jesús empezó a enseñarles que tenía que padecer mucho», Mc 8,31), antes de iniciar el viaje que le llevará a la muerte (Mc 9,2ss). El contexto explica el mesianismo de Jesús, al que no caracteriza el poder, sino el servicio; no la gloria humana, sino la humillación. Pedro no lo entiende, porque le parece imposible que el mesías deba sufrir. Como sus contemporáneos, esperaba un mesías fuerte y poderoso. Esto explica muchos de los malentendidos que más tarde tendrán lugar (las discusiones sobre qué discípulo será el más importante en el reino, las preguntas sobre cuándo se establecerá, la petición de sentarse a su derecha, etc.)

La montaña, la nube y la voz

El evangelio sitúa la transfiguración en una «montaña alta» (Mc 9,2; Mt 17,1), lo que la pone en relación con otros montes bíblicos, como el Sinaí, donde Dios hizo alianza con Moisés, y el Carmelo, donde la renovó con Elías. Ambos están presentes en el Tabor, para dar testimonio de Cristo, el mediador de la definitiva Alianza, que se sellará en el Calvario. 

El papa señala que el monte «es el lugar de la cercanía con Dios. Es el espacio elevado, con respecto a la existencia diaria, donde se respira el aire puro de la creación. Es el lugar de la oración, donde se está en la presencia del Señor». 

San Jerónimo, por su parte, destaca que solo los que se esforzaron en subir al monte vieron a Jesús transfigurado. Así, los cristianos deben caminar con Cristo para contemplarle: «No se transfigura mientras está abajo: sube y entonces se transfigura […] Incluso hoy en día está abajo para algunos, y arriba para otros. Los que están abajo tienen también abajo a Jesús […] quien sigue la palabra de Dios y sube al monte, es decir, a lo excelso, para éste Jesús se transfigura». 

Ratzinger señala, además, otros montes relacionados con la vida de Jesús: «Nos encontramos – como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración – con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión».

La nube simboliza la presencia de Dios. En el desierto, Dios se señalaba por medio de una nube que «descendía» sobre la tienda del encuentro, «cubriéndola» con su sombra (Ex 24,15-18). Esa misma nube es la que «descendió» sobre María y la «cubrió» con su sombra para fecundarla (Lc 1,35) y ahora «desciende» sobre Jesús y le «cubre» (Mc 9,7). Es significativo el uso de los mismos verbos en los tres textos.

Benedicto XVI recuerda que, como en el bautismo, en la transfiguración Jesús ora para someterse a la voluntad del Padre. Como respuesta, «llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó “Hijo amado” (Mc 9,7)» , añadiendo la invitación a escucharle porque es el Profeta definitivo. 

Los testigos y la conversación

Ratzinger recuerda que los discípulos presentes (testigos del poder de Jesús) se encontrarán también en Getsemaní (testigos de su debilidad). Así podrán dar testimonio de la gloria del Siervo. Su miedo es el temor sagrado de quienes descubren la identidad de Jesús, al mismo tiempo mesías y siervo. 

En la transfiguración, vieron la gloria de Dios en la debilidad de Jesús; la divinidad en su humanidad; su salvación en el camino de la cruz. De esta manera, dice el papa, «Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la cruz».

De gran importancia es la presencia de Moisés y Elías. El primero se encuentra en los orígenes del judaísmo y el segundo era esperado al final de los tiempos, para preparar la llegada del mesías. Representan «la Ley y los Profetas» (expresión común en la Sagrada Escritura para referirse a toda la Biblia) y dan un testimonio concorde: que Jesús cumple las esperanzas de Israel, que es el profeta último que anuncia la Palabra de Dios.

Benedicto XVI se detiene a comentar el contenido de la conversación entre Jesús, Moisés y Elías. San Lucas señala que «hablaban de su muerte (en griego éxodos), que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,31). En su diálogo con el Padre, con la Ley y los profetas, se confirma lo que hemos visto en el bautismo: Jesús es el siervo de Yavé, que debe pasar por la cruz para llegar a la gloria. 

Una vez más, asume la misión para la que ha venido al mundo y acepta la voluntad del Padre. Así, «nos muestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad a la de Dios […] Por eso, la transfiguración es, paradójicamente, la verificación de la agonía en Getsemaní (cf. Lc 22,39-46)». 

Y añade en otra ocasión: «Junto a Jesús aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria […] Una vez más, repitió su “Amén”. Dijo “sí”, “heme aquí”, “hágase tu voluntad”».

Anticipo de la resurrección y de la gloria futura

Siguiendo a los Santos Padres, la liturgia ve en la transfiguración un anticipo de la resurrección: «Cristo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que la pasión es el camino de la resurrección». 

En la misma línea se sitúa el papa cuando dice: «En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que Él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la resurrección. En este sentido, la transfiguración es como una anticipación del misterio pascual».

Si la transfiguración de Cristo es anticipo de la resurrección de su cuerpo mortal, también revela nuestro destino final, ya que es anuncio de la futura glorificación de su cuerpo místico, tal como dice Benedicto XVI: «En la narración evangélica de la transfiguración en el monte, se nos da un signo premonitorio que nos permite vislumbrar de modo fugaz el reino de los santos, donde también nosotros, al final de nuestra existencia terrena, podremos ser partícipes de la gloria de Cristo, que será completa, total y definitiva. Entonces todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio divino de la salvación». 

La Iglesia quiere subir con Cristo al monte, aunque le cueste trabajo. En el momento oportuno, también ella será transfigurada y se manifestará «resplandeciente de gloria, como una piedra preciosa deslumbrante» (Ap 21,11). Pero antes tiene que estar dispuesta a pasar por el crisol de la humillación y de la cruz, como su Esposo. Si a veces Dios nos permite contemplar la gloria de Cristo, es para fortalecer nuestra esperanza y para animarnos en el camino hacia Jerusalén .

El vestido blanco de Jesús le sirve al papa para evocar el vestido bautismal y animar a los catecúmenos en su camino hacia la Pascua: «Esto nos hace pensar en el bautismo, en el vestido blanco que llevan los neófitos. Quien renace en el bautismo es revestido de luz, anticipando la existencia celestial, que el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas (cf. Ap 7,9.13)». 

Sin embargo, este es el único domingo de Cuaresma que no contaba con ninguna celebración especial para ellos, ya que la primera semana de Cuaresma se celebraban las témporas de primavera. El miércoles y el viernes eran días de ayuno y la noche del sábado al domingo se tenía una gran vigilia con ordenaciones.

Tomado de mi libro "La fe celebrada. Historia, teología y espiritualidad del año litúrgico en los escritos de Benedicto XVI", Burgos 2012, pp. 221-227.

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