Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 17 de enero de 2022

Historia de san Antón


En las estampas se suele representar al abad san Antonio (el popular san Antón) acompañado de animales domésticos: gallinas, burros, ovejas... y en las iglesias siempre encontramos un cerdito al lado de su imagen. Y es que Antonio fue un gran amigo de los animales. Cuando veía que un animal estaba herido, lo curaba y se cuenta que llegó incluso a sacarle a un león la espina que tenía en una de sus garras. El animalito, agradecido, se hizo su fiel compañero en el desierto y compartía con el santo su comida. 

En muchas iglesias, el día de su fiesta o el domingo más cercano se bendice a los animales: periquitos, perros, gatos, hámsters, tortugas, caballos... ya que es el patrón de los animales. Pero no olvidemos que lo es también de los cesteros, alpargateros y cepilleros, y que lo fue también de los leprosos. Hablemos de su historia para conocer a este simpático personaje.

Para empezar, nos tenemos que trasladar a Egipto, al sur de la ciudad de Menfis, en un pequeño poblado llamado Queman, hace 1.750 años. 

Cuando él tenía unos 18 años, murieron sus padres, dejándole una gran herencia (300 parcelas de regadío a orillas del Nilo, casas, dinero, etc.) y la tutela de una hermana pequeña. 

Seis meses después de quedarse huérfano, Antonio entró en la iglesia de su pueblo y escuchó al sacerdote aquellas palabras del evangelio que recitó Jesús: «Ve, vende lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme». 

Estas palabras conmocionaron a Antonio, que confió su hermana al cuidado de unas vírgenes virtuosas de la localidad, repartió sus tierras y posesiones entre los más pobres y se retiró a vivir en soledad en las afueras de su pueblo, como un asceta. (Los ascetas son aquellas personas que se imponen una vida austera y solitaria para conseguir la perfección, renunciando a las vanidades del mundo).

Desde entonces, Antonio se dedicó a estudiar la Sagrada Escritura, a orar y a trabajar con sus manos, fabricando sandalias y cestos. 

Como leyó en el evangelio que no debemos preocuparnos por el mañana, porque a cada día le basta su afán, el dinero que ganaba con su trabajo y que no necesitaba para su sustento, lo repartía entre los pobres. La gente de su ciudad le llamaba «el amigo de Dios» y todos admiraban su estilo de vida.

Al principio, Antonio sufrió muchas tentaciones, porque echaba de menos las comodidades de su vida anterior, pero las combatió con el ayuno y la oración. Comía una vez al día y se pasaba muchas horas del día y de la noche rezando y estudiando la Biblia. El diablo lo tentaba en forma de fieras terribles, para que abandonara su soledad. Otras veces se le aparecía en forma de hermosas mujeres que le incitaban a romper la continencia. En todas las batallas salió victorioso.

Al cabo de unos años decidió trasladarse al desierto. Allí encontró una cueva para residir en la más perfecta soledad. Su forma de vida indujo a que muchas personas le fueran a ver, para hablar con él y pedirle consejo, por lo que la soledad que él buscaba le era imposible. 

De nuevo emigró a otro sitio más solitario, esta vez en Pispir, cerca de la actual ciudad de Luxor (antigua Tebas). Se instaló en un edificio en ruinas. Nuestro amigo tenía en aquella época 35 años y corría el año 285, aproximadamente. Antonio pasó en Pispir 20 años sin interrupción.

Aunque su idea era estar libre del mundo exterior, dedicaba muchas horas a atender a las personas que subían a la montaña para explicarle sus dudas y problemas. 

Muy pronto aquel monte se llenó de jóvenes que querían vivir como él. Constantemente resonaban allí las divinas alabanzas. Se practicaba una pobreza heroica y una caridad perfecta. Los eremitas vivían solos, o en pequeños grupos, aprendiendo las enseñanzas y los ejemplos de Antonio. 

Uno de sus discípulos fue san Atanasio, que escribió: «Antonio enseñaba que la meditación fortalece el alma contra las pasiones y el mal. Si viviésemos como si hubiésemos de morir cada día, no fallaríamos nunca. Para luchar contra el mal son infalibles la fe, la oración, el ayuno de los ascetas, sus vigilias y oraciones, la paz interior, el desprecio de las riquezas y de las glorias vanas del mundo, la humildad, el amor a los pobres, las limosnas, la suavidad de costumbres y, sobre todo, el ardiente amor a Cristo».

Escribió numerosas cartas para consolar y animar a los cristianos que eran encarcelados y condenados a muerte por su fidelidad a Cristo y a la Iglesia durante las persecuciones del emperador Diocleciano. 

El año 311, cuando el emperador Maximino entró en Alejandría para perseguir a los cristianos, Antonio se presentó en la ciudad con algunos de sus discípulos para fortalecer a los encarcelados y compartir con ellos el martirio, si fuera necesario. 

Cuando terminó la persecución, regresó a su monasterio y le siguieron tantos discípulos que no había sitio para todos, por lo que decidió trasladarse a otra parte. Invitó a un grupo de sus monjes a acompañarle y ordenó al otro grupo restante que se quedaran en Pispir. Se trasladaron al monte Qolzoum, cerca del Mar Rojo. Allí encontraron un pequeño oasis y tierra para el cultivo. Antonio decidió fundar en este lugar el monasterio de Deir-el-Arab.

Los monjes siguieron llevando una vida ascética, pero al mismo tiempo orientaban a los peregrinos que se acercaban y los alimentaban con los productos de la tierra que ellos mismos trabajaban. 

La fama de san Antonio Abad, a pesar de que en aquellos momentos no existía ni televisión por satélite ni tampoco internet, llegó a todo el mundo cristiano, por lo que muchos filósofos y pensadores se acercaban al desierto para escuchar sus enseñanzas. El mismo emperador Constantino le escribió, pidiéndole consejo.

Nuestro santo fue un gran luchador contra la doctrina de Alejandro Arrio, que en aquellos momentos estaba de "moda". El arrianismo era una herejía que sostenía que Jesucristo era un semi-dios, pero no Dios (algo parecido a las cosas que hoy creen los testigos de Jehová). Dicha teoría fue rechazada en el Concilio de Nicea celebrado en el 325 que declaró que Jesús «es el Hijo de Dios y de la misma naturaleza que el Padre». 

En el 355 San Antonio Abad decidió trasladarse a Alejandría para visitar a su discípulo Atanasio y combatir juntos el arrianismo. Los dos impartieron conferencias en diferentes puntos de la ciudad y pueblos cercanos. Pero solo lo pudieron hacer durante un año justo, ya que Antonio falleció el 17 de enero del 356.

San Atanasio cuenta que supo guardar la justa medida en los ayunos y en la austeridad; prohibió a sus discípulos los excesos en la mortificación; enseñó a valorar la pureza de corazón y la confianza en Dios sobre las prácticas exteriores. De ordinario mostraba una faz tan resplandeciente de alegría, que por ella le conocían quienes no le habla visto nunca antes. Murió sonriendo.

San Antón sigue siendo un ejemplo actual para todos. No se trata de que dejes tu casa, tus amigos, tu novia o esposa (¡pobrecita!) y te vayas al desierto a ayunar y a rezar. Dios sigue llamando a algunos a la vida religiosa, pero no a todos. 

Lo que sí podemos hacer todos es buscar nuestro «desierto» en nosotros mismos: rechazar aquello que nos estorba y buscar momentos para el silencio, la lectura espiritual y la oración, no permitiendo que nada nos distraiga de la ocupación más importante: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Ponte a pensar en lo siguiente: Hace una semana que han terminado las fiestas navideñas. ¿Cuántas cosas has comprado que ahora no te sirven? ¿Cuánta comida has desperdiciado? ¿Cuántas horas has pasado delante del televisor viendo programas sin interés? 

Hay otras maneras más interesantes de gastar el tiempo: leer un buen libro, estar con tus familiares, acudir a clases de Biblia, orar... Verás que en tu desierto vivirás mejor.

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