Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 29 de diciembre de 2020

El nacimiento virginal de Jesús


Los evangelios afirman que María era virgen en el momento de su concepción y que esta se realizó sin concurso de varón. Por eso, el Credo confiesa que Jesús «fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de santa María Virgen», tal como ya vimos en esta entrada, cuando comentamos el Credo:
- Fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María.

Esta verdad no es un dato secundario, sino que se sitúa en el corazón de nuestra fe, ya que el nacimiento virginal de Jesús manifiesta su identidad, tal como recuerda el Catecismo: «Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que verdaderamente es el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra». 

Por eso, reflexionaron sobre el tema los evangelistas, los Padres de la Iglesia y los primeros concilios ecuménicos. Para los Santos Padres es el signo de la filiación divina y de la preexistencia de Jesús, para la teología posterior es, también, la manifestación de la absoluta gratuidad de Dios al salvar al hombre.

Jesucristo no es fruto de la evolución o del esfuerzo de los hombres, sino don de Dios que, llevando la historia a su plenitud, envió a su propio Hijo al seno de una mujer (cf. Gál 4,4). El Salvador viene de lo alto: Jesús es el verdadero hombre nuevo, que no es fruto de la evolución humana, sino don de Dios. 

El teólogo evangélico Karl Barth dedicó muchas páginas a este argumento, para subrayar la absoluta gratuidad de la obra de Dios. En ellas, insiste en que no estamos ante una opinión teológica, sino ante un elemento fundamental de la fe cristiana, que revela que la gracia es un don inmerecido: «Concebido y nacido en el mundo en el que todos hemos sido concebidos y hemos nacido, pero concebido y nacido de una manera totalmente distinta a la nuestra. No ha sido concebido por un hombre, no tiene padre. El hombre aquí no puede tener parte de ninguna manera».

Desde el principio, la Iglesia ha encontrado objeciones a esta verdad. A pesar de todo, no puede dudar de algo que no es fruto de la imaginación de los hombres, sino que Dios mismo ha revelado y que ayuda a comprender la identidad de Jesús: «La fe en la concepción virginal de Jesús ha encontrado viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no creyentes, judíos y paganos; no ha tenido su origen en la mitología pagana ni en una adaptación de las ideas de su tiempo. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe» (Catecismo 498).

La maternidad virginal de María no disminuye en nada su colaboración. Al contrario, la hace más preciosa. En su cultura, si una mujer quedaba embarazada fuera del matrimonio, era lapidada una vez que el niño era destetado (costumbre que sigue vigente en algunos países musulmanes). 

María sabía que se exponía a la muerte, pero amó más la voluntad de Dios que su propia vida. Cuando se reconoció esclava del Señor no usó un término retórico. Se confesó en total dependencia de Dios, dispuesta a obedecerle en todo, porque sabía que Dios quiere lo mejor para ella, aunque no lo entienda.

María es la tierra fértil, en la que se cumple lo anunciado por el profeta: «Destilad, cielos, como rocío de lo alto; derramad, nubes, la victoria; ábrase la tierra y produzca al Salvador» (Is 45,8). 

San Proclo de Constantinopla († 446 ca.) tiene un precioso sermón sobre la Natividad del Señor, en el que aplica este texto a Cristo, que nace de la Virgen María, tierra virgen y fértil. Como la tierra no puede germinar si no recibe la semilla y la lluvia, la humanidad tampoco puede producir por sí misma al Mesías. El Espíritu, que desciende sobre María, es como la lluvia: la capacita para que pueda generar en su vientre la semilla divina, que es el Hijo de Dios. Por su parte, la tradición bizantina ha desarrollado, con el mismo significado, la imagen de la piedra que se desprende de una montaña «sin intervención de hombre» y que destruye la idolatría, estableciendo el reino de Dios (cf. Dan 2,31-45).

Tal como definió el concilio de Éfeso, María es la Madre de Jesús y Jesús es el Hijo eterno de Dios, luego María es la Madre de Dios. En su vientre, el Creador se ha hecho criatura y el que es infinito se ha hecho limitado.

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